Cuentos: Dos Suspiros y una Rosa
Era recortadito de tamaño “El Catirrucio”
lo llamaban, decía que tenía 16 años y su rostro desbordaba simpatía, tenía los
ojos brillantes de un color entre verdes y aguarapaos, sus cachetes rojizos
salpicados de pecas, el cabello ondulado, que siempre llevaba peinado con una
raya de lado ¡bien pegadito a su cabeza! porque constantemente usaba un peine, de
esos que sirven para arrastrar piojos.
Cada viernes,
lo veía aparecer por la esquina
de la calle central, del mercado Buenaventura y por donde pasara, se podía
notar aquel derroche de popularidad, de
la que disfrutaba – ¡Eeeepaaa Catirrucio!
– Le gritaban.
Entonces, sacaba su peine raspa piojo
del bolsillo trasero, y se empinaba elevando su brazo y saludando; así iba… como echadito hacia atrás con su caminar
entre malandreao y sobrao… A cada rato se peinaba y siempre lo hacía igual, con
un solo movimiento raspaba sus cabellos, desde la raya hacia un lado, pero las ondas parecían resistirse y enseguida
volvían a su forma original.
Todos parecíamos estar pendiente de
la llegada de “Catirrucio” que siempre aparecía, justo, cuando comenzábamos a guardar la mercancía y recoger
nuestros tarantines.
Después, un grupo que nunca excedía de diez personas,
se agrupaban y vociferaban con gritos: – ¡Ahhhh Catirruciooo!… ¡Vamos a dale pues!
Al rato se acercaba él, alisando su
cabello con su peine arrastra piojos,
sonriente y con ojos vivarachos, decía – hoy jugamos “el pasa-diez”, entonces, sacaba de su
bolsillo un cubilete con dados, que resonaba en lo alto para que le prestaran
atención, a la vez que gritaba:
– ¡Ahí van las reglas tomen nota!
Primero –decía – el máximo de apuesta
es diez mil bolos
Segundo: soy la banca y recuerden,
que si los tres dados suman más de diez, recojo las puestas y sigo tirando y si
saco diez, o menos de diez, entonces doblo la puesta de cada jugador y le
entrego los dados al de mi derecha, para que sea el banquero y seguimos la
partida en ese orden.
–Eso si –Terminaba diciendo – ¡El
tiempo de la partida es una hora! ¡Ni más!... ¡ni menos!
Así culminábamos la jornada de
trabajo en el mercadito Buenaventura… Golpetazos de tubos, el retumbar de
tablas, el crujir de cualquier objeto,
que facilitara el parapeto de un tarantín y la retahíla de groserías que vociferaban
los apostadores de dados, reglamentada siempre, con mucha seriedad por “El Catirrucio”.
Algunas veces ganaba él, pero cuando
perdía, los demás apostadores se miraban… se daban codazos y terminaban dándole
unos veinte mil bolos, a fin de cuentas “El Catirrucio” nunca se iba limpio.
Entonces, sacaba su raspa-piojos, peinaba su ondulado cabello y muy sonreído se
marchaba, con ese vaivén en su cuerpo.
Aquella tarde mientras jugaban, me
mantuve alerta a todos sus movimientos – no hubo marramucia – pensé.
Pero hacía tiempo que me sentía
intrigado con el muchacho y esa misma tarde lo seguí… quería saber más de su vida, al rato, lo vi detenerse
ante un vendedor de dulces ambulante, compró dos suspiros, continuó caminado,
luego se paró en un quiosquito de flores, pagó y siguió su camino. Llevaba en
sus manos un ramo con una rosa y la bolsita con los suspiros.
Unas cuantas cuadras más adelante, se
plantó en una esquina, como si esperaba a alguien, al rato se le acercó una
joven morena… era bonita, aparentaba ser más o menos de su edad, llevaba un
niño en sus brazos, la besó a ella en los labios, le dio la rosa y la besó otra
vez, tomó al carajito en sus brazos – ¡Carajo!
– Pensé – ¡Igualito a él!
Lo besó, le hizo arrumacos, le dio un
suspiro y se marcharon juntos.
No sé si fue la escena en aquella
esquina… o su manera peculiar… o la alegría en su rostro… no sé, pero de allí
me regresé y creo que hasta sentí rabia de mi.
Debo confesar, que la presencia de “Catirrucio”
allá en el mercado, me daba mala espina, pero lo que vi esa tarde…
El viernes siguiente acudió mucha
gente al mercado, la venta estuvo bastante buena y el ambiente se sentía
alborotado.
–Está
a punto de aparecer el catirrucio – pensé.
Todo el mundo recogió su tarantín y
su perolera, me tarde un poco más en recoger lo mío y unos a otros se
preguntaban si lo habían visto, pero no llegó.
El otro viernes tampoco apareció y al
final de la tarde, me apresuré en desarmar mi tarantín y guardar mis cosas, me marché por la misma
ruta de la vez que lo seguí, me detuve en aquella esquina y esperé… no sé
cuánto, era de noche cuando regresé a mi
casa y el otro viernes igual, no apareció por el mercado, todos nos
preguntábamos entre sí, pero ninguno
había vuelto a ver a “Catirrucio”
Esa tarde volví otra vez por aquel
recorrido, era contrario a la dirección de mi casa, pero necesitaba hacerlo, llegue al lugar de su encuentro, miraba a
todos lados y en eso… – ¡Es ella! – Pensé, traía al niño de la mano
– ¡El propio catirrucio en miniatura!
– me dije
La abordé, era bien bonita la
muchacha – Hola – le dije – le acaricié la cabeza al carajito y le comenté: Conozco
a su papá pero no ha vuelto a pasar más por el mercado, su rostro se llenó de
lágrimas y decía…
– Murió… hace tiempo que estaba
enfermo… los médicos no pudieron salvarlo… Sólo alcancé a preguntar – ¿Cuándo?
– Fue un viernes – dijo – hoy… hace veintiún días…
Katerina Femayor
Octubre 2006
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